José Báez Guerrero
Recientemente opiné que parece evidente la necesidad de que el país adopte algún plan de desarrollo coherente, que incluya una reforma fiscal definitiva que logre el milagro de generar suficientes ingresos para el gobierno sin continuar mermando la competitividad internacional de nuestros productores. El enunciado parece sencillo; la diablura está en los detalles.
En países como este, “plan de desarrollo” generalmente implica inversiones estatales. Si no hay recursos para malamente cubrir asuntos esenciales, a los empresarios y al público pensante se les erizan los pelos cuando se anuncia cualquier nuevo megaproyecto, pues la primera curiosidad es de cuál bolsillo sacará el gobierno los cuartos.
Una reforma fiscal definitiva parece implicar que tras esta ya no haya ninguna otra. A mí me parece que la verdad es que cuando los empresarios reclaman que se les permita ser más competitivos liberándolos de muchísimas trabas impositivas que encarecen la producción, tienen razón.
Pero ese reclamo pocas veces va unido a algún “mea culpa” reconociendo que los ricos dominicanos, que no son pocos, están dentro del grupo que menos impuestos paga en prácticamente todo el mundo.
Ciertamente, el Estado tiene el compromiso de buscar la manera de que las empresas dominicanas puedan ser más competitivas. Al país le convendrá tener un sector privado más próspero, más productivo, capaz de competir globalmente y aprovechar la ventaja geográfica que significa la cercanía al mayor mercado del mundo, los Estados Unidos.
Pero no es menos cierto que cualquier empleado de la alta clase media, o aún de la clase alta, paga mucho más impuesto sobre la renta que lo que pagan los profesionales liberales (médicos, dentistas, ingenieros, abogados) cuyos ingresos no son realmente fiscalizados. Los empleados bien pagados pagan hasta una cuarta parte de sus ingresos, un abusivo 25%, y encima de ello pagan también todos los impuestos diseñados para tratar de equilibrar la carga fiscal (ITBIS, impuestos a la gasolina, a la vivienda, etcétera).
Igualmente, los más pobres pagan proporcionalmente mucho más impuesto que los más ricos, y dedican tanto dinero a cuestiones tan básicas como el transporte público, que uno se pregunta cómo se hacen con los que les queda de sus magros salarios para comer, ir al médico o educar a los hijos.
En nuestro país existe una de las injusticias sociales más tremendas de toda América Latina, que es el abismo inmenso entre los más pobres y los más ricos. Y deberían ser los propios ricos, si quieren seguir disfrutando sus vidas de privilegios y holgura, quienes abran los ojos y entiendan que el cambio que viven reclamando del gobierno, para hacerse más ricos, debe incluir no sólo una toma de conciencia, sino un cambio importante en la manera en que contribuyen al erario.
En los últimos meses, la Dirección de Impuestos Internos ha comenzado a aplicar varios proyectos para mejorar las recaudaciones, y en vez de aplaudir este esfuerzo, una de las reacciones ha sido la opinión de un autorizado sacerdote y economista advirtiendo cuán “peligroso” sería estrechar el cerco para que los evasores cumplan con el fisco.
A mí me parece que hay que apoyar los reclamos de lo voceros del sector empresarial acerca de la necesidad de una reforma fiscal que les permita ser más competitivos. Al mismo tiempo, hay que hacerles ver que hay igual o más necesidad de que sus aportes individuales sean proporcionales a sus reales ingresos, pues no es justo ni ético que continúen enriqueciéndose a expensas del resto del pueblo dominicano, que carga sobre sus hombros un yugo fiscal, mansa y calladamente.
Equilibrar la carga, este sea quizás el mayor reto que tiene por delante el gobierno.
j.baez@verizon.net.do
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